Escribid hoy una historia con no más de 500 palabras cuyo tema sea «La soledad que provoca una muerte inesperada». Por si alguien necesita recordar qué es el tema de una narración, podéis repasarlo pulsando AQUÍ.
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TALLER LITERARIO
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Vestido de luto, doy el primer paso para entrar en la casa. La madera cruje y de ella surge un eco sordo que corre a estamparse en las paredes. La nada está quieta, guarda silencio, me observa. Avanzo hasta el centro de la sala y de inmediato la nostalgia salta sobre mi y me sofoca. Tan sólo ayer reíamos despreocupadamente justo aquí, frente a la chimenea. Tan sólo ayer sus manos me rompieron en cosquillas, su boca respiró sobre mi oreja, su cuerpo dejó caer todo su peso sobre este sillón de cuero. Tan sólo ayer. Hoy no hay humo de cigarro, no está ese aroma de cognac. No. Hoy estoy solamente yo en este espacio tan carente de sentido. Los hombros me pesan como si la vida misma me estuviera pisando fuertemente. Pero no, la vida no me ha pisado: me destazó. Quise acostarme a su lado, dentro del féretro. Cerrar los ojos, guardar todas las miradas, dar por terminadas las caricias y también toda lágrima. Quedar ahí bajo la tierra, donde no haya dolor ni soledad… Pero no morí, yo no morí. Estoy aquí siendo el río del llanto humano. Lloro todos los dolores del mundo, todas las injusticias, cada batalla y una a una de las muertes… Eterna muerte que no tiene fin. No hay como saciarla. Me quedo aquí, rodeado por el silencio, asfixiado por la ausencia, comprimido por el eco sordo que de mis pisadas me devuelve la vida. Me duele respirar. Me duele vivir. Él ya no está aquí. Nunca más su risa, nunca más su voz. Jamás otro abrazo, jamás su mirada sobre mi. Soy el sinsentido de sobrevivir.
Poderosa ausencia … Evocador
No sé si habrá un lugar después de la muerte, ni si ocurre como en las películas, esas en las que los difuntos regresan en forma de fantasma y merodean por nuestra casa e intentan decirnos cosas que no nos dijeron en vida, pero nosotros no podemos escucharles.
Ana, sabes que no creo en la otra vida, pero si por casualidad estás ahí escúchame, ya que yo no puedo oírte.
No voy a preguntarte por qué te tomaste ese bote de pastillas. No voy a llamarte idiota. Sé que nunca fuiste feliz y acepto que hayas tomado la decisión de irte. Pero es horrible. No sabes lo que es encontrar a tu hermana muerta sobre la cama, un día, porque sí.
Últimamente, cuando venía a verte y me quedaba a dormir contigo algo me decía que te estabas despidiendo. Hasta me calentaste una sopa y me tapaste con una manta cuando me dormí en el sofá.
Ahora estoy aquí, en tu piso, dos días después de tu funeral, recogiendo las pocas cosas que pienso tirar, las demás las dejaré aquí, así me da la impresión de que nunca te fuiste. Mamá no tiene fuerzas para venir, no la culpes.
En tu nota de despedida, nos dices que nunca deseaste estar en este mundo, que nunca te gustó tu vida, ni quién fuiste, ni la imagen que veías en el espejo. A mí, en concreto, me pedías perdón porque nunca te habías portado bien conmigo, que siguiera siendo fuerte, no como tú, decías.
Ana, nunca pude cambiar tu vida, ni tus pensamientos destructivos, sobre todo lo que más lamento es no haber podido ayudarte, me fue imposible, eras un caso perdido. Pero hay algo que sí que puedo hacer, y es decirte que si alguna vez te portaste mal ya no me acuerdo y aunque me acordara, te comprendería.
Lo que recuerdo, era cuando nos escapábamos de casa de la abuela e íbamos al parking del hipermercado, jugábamos con los carritos de la compra como si fueran coches de choque, me engañabas diciendo que los niños que iban en los carros con sus madres eran comprados. También recuerdo cuando murió nuestro gato, le enterramos en pleno bosque, lloramos como si se fuera a acabar el mundo… y los domingos juntas, siempre cocinabas tú, lasaña, me encantaba, luego poníamos alguna película de las tuyas, normalmente muy aburridas y tomábamos café, pero no recuerdo lo malo, ni lo haré.
Voy a mantener tu casa intacta, así siempre que entre sentiré tu presencia. Me sentaré en la mesa de tu despacho, luego en el sofá, después iré a la cocina y al patio, haré como que te sigo, aunque ya no estés aquí.
A pesar de todo, debo decirte adiós, Ana. Contigo se va una parte de mi, pero esta es tu casa, siempre lo será, yo vendré puntualmente a visitarte, por si alguna vez quieres volver.
En la abarrotada estación, una mujer corre por el andén de forma incierta sorteando a la gente. Sus ojos incrédulos, teñidos por el dolor, la ansiedad que refleja su rostro , los movimientos mecánicos, la sudoración de sus manos , su frente perlada, su labio tembloroso . Todo en esa mujer es desasosiego y tristeza …
Con el corazón a punto de estallar, se deja caer en el solitario compartimento , la estancia respira el mismo vacío que anida en un cuerpo, que ya no reconoce como propio. Ayer salía hecha pedazos, tras el inenarrable momento , enfrentando sola la dificultad de reconocer tu cadaver en el instituto anatómico forense …
Su mente como mecanismo de defese negaba a creerlo , no procesaba la información , se preguntaba así misma , donde había ido a parar su maravillosa sonrisa, su pícara mirada, no podían quedar borradas y tragadas por aquella mueca grotesca de dolor, que pétrea quedó mirandola , adhiriéndose e mpregnandole la retina y la piel . Por mucho que las pruebas atestiguaran lo contrario, ella seguía diciéndose angustiada que no podía ser él…
La negación, el estado de ansiedad , la imposibilidad de iniciar el duelo, al no asimilar aquel cuerpo carbonizado como el suyo , hace que huya , huya despavorida con destino a la ensoñaciön , decidiendo quedarse con aquel amor arrebatado a destiempo , aprisionándolo en su mente y dejándolo que siga » viviendo » en ella y al que durante el trayecto está dispuesta a seguir amando cueste lo que cueste , aunque para ello tenga que construirle un mundo paralelo que solo habite en su transtornada cabeza …
Así hablándole de las entretelas de sus sentimientos , pretende compartir veladamente por última vez unos breves instantes en los que se sintió bien aquella tarde . Riese en un inciso , en una tregua firmada por ella misma, abiertamente de sus pequeñas locuras y sabiéndose de nuevo en esa comunicación con él no verbal, le acierta a decir ;
Esta noche tu sombra reposaba sobre mi almohada, desvelada hasta bien entrada la madrugada, finalmente Morfeo me ha acunado en sus brazos hasta el mediodía. Dispuesta a liberarme del sopor de la noche, he dejado correr el agua por mi entumecido cuerpo, he salido del baño y descalza he corrido al piso de arriba y dejado que sonara la Traviata de Verdi. La escalera ante mis ojos, cuando obedeciendo a un impulso, he bajado los peldaños uno a uno, como si de una grácil bailarina me tratara. La casa estaba en penumbra, al llegar al piso de abajo, he cerrado los ojos, dejándome llevar por la sugerente música, tímida al principio consciente de mi desnudez. Poco a poco, la magia de la melodía y la intimidad de mi casa, propiciaba el milagro… La conciencia de mi misma, se ha volatilizado con la sugerente música y mi mente ha volado contigo… Sentí que tus ojos veían, todo lo que estaba sucediendo en mi interior. Eludían mi desnudez física y solo se hacían eco, de mi desnudez anímica, que girando en derredor, emanaba sentirme bien conmigo misma …
La mente traicionera, le devuelve cruel, la imagen de aquel rostro irreconocible, al que violentamente le arrebataron los sueños. Desencajada , rompe a llorar , el dolor habita por completo el solitario compartimento …
Yo tenìa 25 años cuando tuve mi primera guagua. La esperè con el ansia e impaciencia del primer hijo. Desde su primera bocanada de aire, la quise con todas mis fuerzas; aunque traìa la fragilidad reflejada en su rostro y me prometì a mi misma, que el tiempo que estuviera conmigo serìa el mejor posible. Era Down, y eso significaba que morirìa antes que yo. Me esmerè en protegerla y entregarle todo lo que tenìa a mi alcance, para satisfacer hasta el màs minimo detalle. Tenìa claro que su vida serìa màs corta que la mìa, razòn por la cual, no hice planes futuros con ella. Le costaba aprender todo, por tanto, con mucha paciencia, tolerancia y mucho amor nunca le exigì nada, todo lo que debìa de aprender, llevaba su propio ritmo y mi vida giraba en torno a ella,… pero dentro de la inocencia propia de los niños, me pidiò un hermanito y como yo accedìa a cumplir todas sus demandas, al cumplir ella los 6 años, me volvì a embarazar. Naciò otra hija, completamente normal, sin ningùn tipo de problema. Mi vida diò un vuelco, sin disminuir las aprensiones, ni las inquietudes por mi hija mayor. Con el paso del tiempo comencè a pensar en el futuro, el futuro de esta hija. Disfrutè la graduaciòn de enseñanza media de mi hija menor. Sus pololeos: me presagiaron nietos, quizàs matrimonio, una hija profesional, trabajadora, en fin.
Mi hija mayor cumplirìa 31 años, de estar viva, pero hace tres años que muriò. Desarrollo una deficiencia cardiaca, propia de su condiciòn Down, que me la quitò, de un dìa para otro. El vacìo que sentì en la casa, la ausencia de sus cariños torpes, la falta de sus preguntas evidentes, fue algo que sabìa que pasarìa, pero nunca me preparè, y tal vez esto provocò que me refugiara en la hija que me quedaba y la agobiaba, la ahogaba, pero ella comprendìa mis sentimientos y soportaba la situaciòn.
Hoy se cumple una semana de la muerte de mi hija menor. Su enfermedad fue ràpida y fulminante, como su partida. Aùn no me acostumbro a la ausencia de una y debo habituarme a la falta de la otra. Jamàs imaginè esta soledad, estoy devatada; esta casa me hace añorar màs la falta de mis hijas y no quiero continuar viviendo, no le encuentro sentido, estoy sola y desolada.
Quizá la muerte más dolorosa y desoladora. ¿Como vivir con la ausencia de los hijos?
A la mayoría de nosotros, que Carmina se retirara a su casa aquejada de no supimos que enfermedad, hizo que no le diéramos una importancia excesiva. Pero, sí que la tenía. Así que, cuando al día siguiente sonó mi teléfono, no me podía imaginar cual iba a ser la noticia.
—Hola. ¿Quién llama?
—Isidro soy yo, Manuel.
—¿Qué ha ocurrido? Te noto la voz muy seca.
—Verás, … tengo que darte una mala noticia —Su voz quebrada iba y venía—Carmina… ha muerto.
De repente noté como si el suelo desaparecía bajo mis pies. De mis ojos comenzaron a brotar lágrimas de dolor y el corazón encogido no me permitía respirar.
Tuve que sentarme y sin acabar de hablar con Isidro, colgué. A partir de aquel momento, estuve vagando por la casa como un fantasma. No me atrevía ni a mirar por la ventana, por si alguien me podía ver en aquel estado.
No daba crédito a lo que Isidro me había comunicado, ni podía dejar de dar vueltas a su imagen y a los recuerdos de la vida compartida.
Del día después pocas cosas recuerdo, puesto que no estaba seguro de estar viviendo aquella situación. Sí, que ver su cuerpo en el ataúd, me confirmó lo ocurrido. Fue tal el esfuerzo que tuve que hacer, que a punto estuve del desmayo. Suerte de los amigos que me sujetaron e hicieron salir de la habitación.
El día del entierro amaneció la ciudad bajo una lluvia torrencial. Sin embargo, aquellas gotas de agua al caer sobre mí, no me hicieron reaccionar. Mi mente estaba nublada y andaba como un espantajo. Y así me debió ver Isidro, que me obligó a refugiarme en casa.
Pero aquello no era la solución. A oscuras en la habitación me repetía una y otra vez, como iba a soportar su ausencia. Según los más optimistas, a medida que transcurriesen los días iría mejorando mi estado de ánimo. Pero no era eso lo que yo quería.
Deseaba marchar por el mismo camino que ella y poder volver a sentirla junto a mí. Sin embargo, la realidad se imponía. Carmina había muerto y yo aun viviendo, me sentía más cerca del mundo a donde ella había ido. Recuerdo las muchas noches que desperté a causa de la humedad en la almohada. Mi llanto, a pesar de estar dormido, no cesaba.
La vida continuó y yo cada día me sentía más sólo. Añoraba su voz, su risa, hasta sus momentos de enfado…Todo me la recordaba, pero ella ya no estaba.
Hubo momentos en los que creí enloquecer y fue llegado a este punto, que tomé la determinación de vivir su ausencia de otra manera.
Ella no querría que yo enfermara, así que decidí que debía salir al mundo, para hablar de ella con la gente. Sería una forma de que Carmina volviera de alguna manera, a vivir conmigo de nuevo. Eso sí, siempre me faltarían sus besos y caricias. Pero la verdad es que no se puede tener todo.
La cama responde al frío de la noche, llamándome, invitándome a fundirme en sus sábanas que, muy a mi pesar, no me abrigan. Acurruco las frazadas a mi cuerpo, y en posición fetal dibujo un capullo que me gustaría fuera impenetrable. La lluvia y las bajas temperaturas, pareja casi inseparable que nunca he disfrutado, hoy día presentan batalla, hoy me vencen evocando recuerdos y en ellos puedo sentir su ternura, su figura casi fusionándose con la mía y sus brazos que rodean mi cintura y me brindan protección.
Así el frío desaparece, así la lluvia invoca un nuevo canto, así me giro para acariciar su piel en una cama lejana de su cuerpo y una noche gélida que me grita su ausencia. La soledad es infinita y sin poder dormir, mi mano vacía acaricia su espacio intacto y aterido.
Fluyendo raudales de ternura
Sheila recibió un llamado de su hermana menor anunciándole que su padre estaba grave, la noche anterior, se había descompensado y empeoraba su salud. Ese fue el preciso momento en que ella supo que su padre estaba a punto de morir y que sería ese día… En los últimos seis meses, había estado varias veces internado, hasta por contagio interhospitalario. Pero ella no logró percatarse que había llegado su hora, esa fue la razón, por la que ahora, su muerte era inesperada. Maldito el deseo que había tenido, de que comenzara un nuevo año. Nunca más se aventuraría a desear con ansias el futuro. No nunca más…
El día soleado, cálido y sereno ya se manifestaba con su danza de muerte. Al llegar al hospital, la doctora le dijo: “Quiero que sepas, que tu padre, esta vez, está muy mal; seguiremos intentando. ¡Pero está muy grave!” Ella atinó a decirle que ya lo sabía y comenzó a llorar amargamente…
En las horas siguientes esquivó prestar atención a la llegada de familiares, ya que su padre los había esperado con ansias y no lo visitaron asiduamente. ¡Cuánto dolor, le habían provocado esas vanas esperas!
Alrededor de las tres de la tarde estaban unos cuantos, en la sala. Al llegar su hermana mayor con varios sobrinos, unas lágrimas brotaron de los ojos de su padre. Una de sus tías quiso ponerle el respirador porque se agitaba mucho. Pero fue peor… en ese preciso momento dejó de respirar… Y vieron que se moría…
Sheila comenzó entonces a acunarlo, con un poema de amor, entre la vida y la muerte:
Perdón si tanto te insté quise vencer al enemigo.
La muerte marca tu hora ya, meciéndote igual que a un niño.
No vale, no quieres luchar, te dormirás… ¡Perdón si insisto…!
Perdón si tanto te insté, quise vencer y no he podido…
Mis ojos lloran de dolor, mi corazón ya lo ha sabido.
Las horas pasan sin parar, mi soledad busca tu abrigo.
En vano intentas alcanzar, raudales de ternura alrededor.
¿La vida te negó su saborear? ¿Llegaste así? ¿Y así te has ido?
El sol con brillo de ansiedad, nada es normal, tú has partido…
Tan suave dejas de respirar, el aire de tu soledad, que nos ha unido,
tú sabes cómo la arrulle y hoy siento que no está conmigo;
la busco, la quiero tocar, tocarte a ti y ya has partido.
En vano intento derrochar raudales de ternura alrededor,
tu candidez ya se ha dormido…
Cuando me sienta sin ningún lugar ¿Quién me abrirá? Si tú te has ido.
Descanso de mi adversidad; amparo en esta humanidad no encontraré
si ya has partido.
Encuentro luz de eternidad, descansa ya, tus sueños hoy son pura realidad.
No entres en cualquier lugar, mi casa allá será tu nido.
En mi jardín mil niños danzarán… Recuerda, diles que ese es tu hogar, lo entenderán, con solo un guiño.
Al fin de este largo caminar sin tu mirar, me abrazarás gordito mío.
Fluyendo raudales de ternura
Sheila recibió un llamado de su hermana menor anunciándole que su padre estaba grave, la noche anterior, se había descompensado y empeoraba su salud. Ese fue el preciso momento en que ella supo que su padre estaba a punto de morir y que sería ese día… En los últimos seis meses, había estado varias veces internado, hasta por contagio interhospitalario. Pero ella no logró percatarse que había llegado su hora, esa fue la razón, por la que ahora, su muerte era inesperada. Maldito el deseo que había tenido, de que comenzara un nuevo año. Nunca más se aventuraría a desear con ansias el futuro. No nunca más…
El día soleado, cálido y sereno ya se manifestaba con su danza de muerte. Al llegar al hospital, la doctora le dijo: “Quiero que sepas, que tu padre, esta vez, está muy mal; seguiremos intentando. ¡Pero está muy grave!” Ella atinó a decirle que ya lo sabía y comenzó a llorar amargamente…
En las horas siguientes esquivó prestar atención a la llegada de familiares, ya que su padre los había esperado con ansias y no lo visitaron asiduamente. ¡Cuánto dolor, le habían provocado esas vanas esperas!
Alrededor de las tres de la tarde estaban unos cuantos, en la sala. Al llegar su hermana mayor con varios sobrinos, unas lágrimas brotaron de los ojos de su padre. Una de sus tías quiso ponerle el respirador porque se agitaba mucho. Pero fue peor… en ese preciso momento dejó de respirar… Y vieron que se moría…
Sheila comenzó entonces a acunarlo, con un poema de amor, entre la vida y la muerte:
Perdón si tanto te insté quise vencer al enemigo.
La muerte marca tu hora ya, meciéndote igual que a un niño.
No vale, no quieres luchar, te dormirás… ¡Perdón si insisto…!
Perdón si tanto te insté, quise vencer y no he podido…
Mis ojos lloran de dolor, mi corazón ya lo ha sabido.
Las horas pasan sin parar, mi soledad busca tu abrigo.
En vano intentas alcanzar, raudales de ternura alrededor.
¿La vida te negó su saborear? ¿Llegaste así? ¿Y así te has ido?
El sol con brillo de ansiedad, nada es normal, tú has partido…
Tan suave dejas de respirar, el aire de tu soledad, que nos ha unido,
tú sabes cómo la arrulle y hoy siento que no está conmigo;
la busco, la quiero tocar, tocarte a ti y ya has partido.
En vano intento derrochar raudales de ternura alrededor,
tu candidez ya se ha dormido…
Cuando me sienta sin ningún lugar ¿Quién me abrirá? Si tú te has ido.
Descanso de mi adversidad; amparo en esta humanidad no encontraré
si ya has partido.
Encuentro luz de eternidad, descansa ya, tus sueños hoy son pura realidad.
No entres en cualquier lugar, mi casa allá será tu nido.
En mi jardín mil niños danzarán… Recuerda, diles que ese es tu hogar, lo entenderán, con solo un guiño.
Al fin de este largo caminar sin tu mirar, me abrazarás gordito mío.
PD: enviado por segunda vez.
El pequeño Basshid recuerda cuando hace un par de años aún iba a la escuela. Cuando aprendía matemáticas, geografía, lengua y su asignatura favorita: historia. Recuerda a sus amigos Alí, Surham, Mitras, Khalid, Mekhar… Como jugaban al fútbol en el recreo y como se reían con las divertidas anécdotas y ocurrencias con las que su querido profesor Adib amenizaba las clases. Recuerda a su madre cantando por las mañanas mientras le preparaba shawarma para el almuerzo. La mezcla de olores que había en su casa, alimentaba casi tanto como los manjares que salían de aquellos fogones.
Sentado en aquel asiento arrancado de las entrañas de algún vehículo militar, miraba al horizonte y trataba de mantener vivos todos esos recuerdos. Pero la realidad siempre acababa filtrándose por aquel muro imaginario que su cerebro de nueve años había construido a modo de defensa contra la depresión. El recuerdo del último día del pequeño Basshid y el primero del resto de su vida.
El día del ataque, él se encontraba enfermo y no fue al colegio. Dos misiles turcos lo redujeron a polvo con 68 personas dentro. Todos sus amigos, primos y compañeros de vida murieron por culpa de decisiones políticas y militares. Su padre y su madre salieron a ayudar a retirar escombros y entonces fue cuando atacaron con los calibre cincuenta desde algún sitio en las colinas. El sonido de los cuerpos siendo atravesados por balas, miembros volando y cayendo a pocos metros de donde estaba agazapado, estertores de muerte y el olor a polvo, sangre y metal caliente. Todo eso azotaba la frágil conciencia de Basshid. El nuevo Basshid. Un Basshid vacío, perplejo, sucio, solo, desterrado. Sus ojos se habían secado para siempre de tanto llorar y su corazón se había diamantado por las enseñanzas de Farid Al Hakim, el líder del asentamiento que consiguió rescatarlo antes de que lo encontraran y lo crucificaran en la plaza junto al resto de supervivientes. Niños incluidos.
Farid le ayudó mucho. Siempre estaba pendiente de él y le sentaba a su lado cada vez que daba alguno de sus discursos en los que defendía la causa kurda-iraquí y acusaba a los infieles de todas las naciones de masacrar su pueblo y su cultura. Contaba entonces los crueles métodos con los que madres, hijos y hermanos eran degollados, desmembrados y lapidados por el simple hecho de ser kurdos. Farid llamaba a la Yihad y todos los demás hombres estallaban en un júbilo de odio con sus armas en alto. Pero él no entendía nada. Los días pasaban tan deprisa y las noches tan despacio… Su mente estaba bloqueada y cerrada para cualquier estímulo que no fueran las acertadas y afiladas palabras que Farid iba sembrando en su persona.
Todas estas cosas pasan por la memoria de Basshid justo en el instante en que apreta el gatillo de la enorme y plateada pistola que tiene en la mano y que Farid ha guiado hasta apoyarla contra la sién de un hombre occidental atado y arrodillado.
No sabe porqué, pero lo ha hecho. En el mismo instante en que el cuerpo de aquel hombre cae al suelo, Basshid abre mucho los ojos y ya la realidad deja de tener sentido para él. Todos sus procesos mentales se detienen y solo el corazón, los pulmones y la visión del «infiel» cayendo a tierra una y otra vez y llenando el suelo de sangre hasta donde abarca la vista, serán los pensamientos de aquel que una vez se conoció como «el pequeño Basshid».
Claudia y Núria eran una dulce pareja de 74 una y 76 la otra que vivían plácidamente en una casita junto al mar. Se habían conocido de adolescentes y nunca más se separaron. Pasaron, por tiempos difíciles pues en su época no estaba bien visto el amor entre dos mujeres. Los primeros años lo ocultaron por ¿miedo? ¿Vergüenza?, tal vez, las dos cosas, miedo al rechazo, vergüenza de sus familias o amistades. Un día decidieron salir del armario y hacer público su amor y aunque hubo quien las rechazó e insultó incluso, no dieron marcha atrás y siguieron con la cara muy alta con su relación, hasta hoy. Desde ese día fueron muy felices. Hoy sentadas en su terraza mirando al mar, recuerdan sus peores años donde tenían que andar a escondidas de todo el mundo y sonríen pensando que fue un alivio dejar esos malos tiempos atrás. Claudia está delicada de salud y Núria siempre atenta, la cuida y la atiende en todo. Suelen acostarse temprano, porque con la edad se madruga más. Una noche, Claudia empezó a tener unas respiraciones extrañas, su compañera se asustó y llamó a emergencias y no se movió de su lado hasta que llegaron. El médico llegó pero ya era tarde Claudia se había ido aferrada a la mano de Núria. Ésta lloraba en silencio, mientras el médico le hacía unas indicaciones de las cuales ella no escuchaba. Levaban más de 50 años juntas, que haría ella sin Claudia. Los días siguientes al entierro Núria vagaba por la casa sin sentir, hambre, sueño, cansancio, nada no sentía nada, daba tumbos aquí y allá, no dormía, apenas comía, la pena la estaba consumiendo. Se sentía muy sola, ahora no podía compartir con nadie sus penas, o, alegrías, sus innumerables historias, que repetía una y otra vez a Claudia y sus ocurrencias a la hora de cocinar. Fue pasando el tiempo y poco a poco se fue haciendo a la idea de vivir sin ella, pero nunca, nunca, más pudo dejar esa soledad en su corazón y ese vació que dejó en casa su querida y estimada Claudia.
Ya no recuerdas bien los pasos para realizar ese café, único, generado de plantas endémicas de las cuevas, que solo una vampiresa podría saber hacer de manera perfecta, con el envegecimieno correcto, la concentración, el tamaño de grano molido, todos aquellos detalles que él se los grabó muy bien en su cabeza. Aún recuerdas ese día en que casi te rogó para que le dieras la receta de aquello que juraba le encantaba tomar, pero que tiraba en la maceta a primera de cambios, cuando pensaba que no lo veías. No lo tenías muy claro en aquel entonces, pero tu cariño por él no permitió que dudaras y le contaste pasó por pasó, de manera detallada y con gran paciencia para alguien que a penas podía hacerse emparedados de carné.
Esa mañana de invierno, estabas cansada de laborar en asuntos externos, fatigada hasta el hastió, sin ganas de nada, pero cuando dudaste que inclusive él no sería capaz de contentarte, fue entonces que abriste la puerta, y allí estaba, con su pequeño humo resaltando, en la taza de porcelana que te habían regalado tus padres, con un intentó escueto de dibujo de un corazón con la espuma. El artífice del pequeño acto, salió entonces temeroso a confesarse ante ti, pues a él nunca le había gustado el café, pero te lo prepararía todos los días para mostrar su amor hacia ti.
Varios años desde aquel día, desde la última noche en que preparaste tu propio café, y ahora no recuerdas cómo hacerlo. Desearías que estuviera allí contigo, para pedirle que te reenseñara cómo hacerlo, porque a nadie más que a él le confiarías esa misión, ni siquiera a tus congéneres les dejarías que te ayudaran con algo que ya sólo era de ustedes dos. Tus lágrimas caen en la quinta agua que intentaste preparar para la bebida, segregando ese sabor salado que tenían aquellos primeros días que lo tomaste de su mano.
Su vida fue tan corta, y la tuya es tan larga, desearías que no fuere así, pues extrañas cómo te hacía el café.
Solía levantarme antes que él. Pero eso era desde hacía unos años. Antes era él quien se levantaba el primero. Ahora las piernas se lo impiden, pesan como tres toneladas y el trabajo de prepararse para salir de cama es más delicado. Lo sufre en silencio dejando salir entre dientes algún “me cago en tal”. Os dejo la versión soft puesto que, en realidad, son palabras un poco más feas.
Hubo un día en que me levanté y en seguida seguí los pasos de cada mañana: orinar, lavarme las manos y la cara y bajar a preparar el desayuno. Las tostadas con el pan sobrante de ayer, un poco de jamón y queso, y el café en tazón grande con leche. A veces Pepe se demoraba, así que no me pareció extraño haber terminado el desayuno y que todavía no hubiese bajado. Como muchas otras veces, me asomé a la puerta de la cocina y elevé la voz hacia el piso de arriba.
– Bajas o qué? El café ya está listo se va a enfriar.
Y pasaron unos minutos y yo no escuchaba nada.
– Pepe!
Y fui subiendo las escaleras que llevaban a nuestra habitación. No había nadie. La otra cama (por comodidad y que cada uno tenía un colchón distinto, dormíamos en camas separadas) tenía sus sábanas y edredón perfectamente colocados. Nadie había dormido allí aquella noche y el golpe de realidad fue tan fuerte que me tuve que agarrar al marco de la puerta para no caerme.
Más de 50 años juntos nos habían convertido en un solo ser. Nos peleábamos mucho y cada día. Pero llevábamos toda una vida caminando juntos. Me sentía coja, más todavía de lo que ya estaba.
Bajé las escaleras de vuelta a la cocina. Allí seguían los dos tazones de café con leche. Me senté y todo fue silencio, un silencio que jamás había experimentado. Sólo se escuchaba el segundero del reloj de pared, justo para recordarme que esto sigue, que no se para.
Me puse a hablar como lo haríamos cada mañana, sobre lo que íbamos a hacer, a dónde teníamos que ir, qué había que comprar, qué íbamos a comer ese día… Todo eso se esfumó, dejó de existir. Pensé en lo terrible de la soledad cuando uno nunca aprendió a estar solo.
No deja de ser un acto egoísta pues, en realidad, sientes pena por ti mismo, porque te han dejado, te han abandonado. Y te das cuenta que has estado viviendo una vida y que ahora te tocaba vivir otra.
A veces me imagino cómo me voy a sentir si alguien a quien quiero muere de repente. Supongo que a algunos les parecerá una forma algo siniestra y retorcida de llevarlo, pero yo siempre lo he visto como una especie de mecanismo de defensa, un entrenamiento mental en preparación para el peor momento posible.
Siempre me he sentido sola. No tengo familia de la que pueda depender, no tengo hermanos. Mis tíos y abuelos cuidaron de mí lo mejor que pudieron, pero siempre sentí que estaba de más, que lo hacían por obligación. Ahora tengo algunos amigos cercanos, pero ninguno de esos que sabes, sin lugar a dudas, que estarán ahí para ti si pasas por un momento extremadamente difícil. En parte, es mi culpa: ya de pequeña, aprendí a no depender de los demás. Durante años me he sentido aislada, sola.
Tras varias relaciones de las que aprendí mucho y que duraron poco, conocí a Noel. Como de costumbre, me aferré a mis miedos y traumas. Asumí que no iba a ser del todo sincero, que tarde o temprano dejaría entrever su esencia oscura. Pero no fue así. Noel hizo añicos mis expectativas con su amor genuino y su generosidad. Durante mucho tiempo me mantuve firme y alerta, analizando todo con una triste perspectiva suspicaz. Hasta que una tarde, tras llegar a casa del trabajo y ver cómo su rostro se iluminaba al verme y cómo dejaba sin pensarlo dos veces lo que estaba haciendo para preguntarme si había tenido un buen día, bajé la guardia. Ya han pasado muchos años desde aquel día, pero cuando estoy con él, me sigo sintiendo segura, arropada y querida, más de lo que nunca me había sentido.
Hoy es un día caluroso y húmedo, y las nubecillas esparcidas por el horizonte van a hacer de éste un precioso atardecer de tonos anaranjados y rojizos. Está decidido: nos vamos a ir a dar un paseo por la playa. Por la tarde siempre refresca y mis manos siempre se enfrían. Noel siempre se asegura de darme la mano para hacerme sentir mejor. Aún así, más vale prevenir que curar. Yo ya estoy en la playa, impaciente de mí. Escribo un mensaje a Noel para que me traiga una chaqueta, por si sus cálidas manos no son suficiente. Noel nunca me hace esperar, pero esta vez no me responde tan rápido como de costumbre. Me imagino que estará ocupado o conduciendo.
Tras un rato que parece una eternidad, suena el teléfono… ¡Por fin! Pero no es Noel. Una voz pesarosa me explica con monotonía que ha habido un accidente. Una colisión. Tres pasajeros en total. Dos supervivientes. Quiero que deje de hablar. Cállate, no sigas. Sujeto el teléfono con fuerza y los dedos se me ponen blancos, pero no me doy ni cuenta. La voz dice algo, creo que es una dirección. Sigo aferrando el móvil como si al hacerlo pudiese revivir a Noel. No cuelgues, no me dejes. Siento de pronto que mis músculos se debilitan. Mis pensamientos se aglomeran, pero la mente se me nubla y siento un extraño entumecimiento. No me salen las lágrimas, me siento vacía. Se han equivocado; estoy segura de que es un error, tiene que serlo. Mi pecho… no puedo respirar. Siento una fuerza invisible oprimiéndome el corazón. Mi vida entera, el único que importa; mi compañero de batallas, el que me consuela cuando ni siquiera yo sé porqué estoy desconsolada. No puedo hacer esto sola. No sin ti. Sola…
Al tirar la tierra, un sollozo invasivo oprimió mi garganta,
Como dolía, saber que su frágil cuerpo quedaría enterrado por siempre en la oscuridad,
Saber que su risa ya nunca más seria oída;
¡Oh! Como calcinaba mi alma entender que jamás sentiría un abrazo, un susurro al oído, un roce de su tierna piel contra mí.
Caí de rodillas y solo sentí el deseo de gritar; gritar a los dioses, a los demonios y espíritus, y a quien tuviera el valor de oír mi lamento. ¿Es tan sencillo arrebatar un corazón de este mundo latiente?
¿Quién me devolvería a mi amada? Mi mundo se caía a pedazos frente a mis impotentes ojos, y sentí, tan real como la tierra bajo mis rodillas, que habría una vida más allá en donde estuviera ella esperando por mí, con sus ojos siempre sinceros y su mano extendida eternamente.
El pecho me oprimía y, por un momento, mi corazón se detuvo; Las lágrimas de otras personas desaparecieron y el féretro perdió todo su horripilante color: ¿Existía un futuro para mi sin su calor?
No me gusta recordar a mi amigo J. Tengo sus fotos guardadas en un sobre, dentro de una caja con muchas más. El sobre es de color rosa y hay una pegatina enganchada delante, señal que me recuerda, que ahí están sus fotos y que yo decido en ese momento si quiero verlas o no. En la mayoría de los casos, la respuesta es no. Porque verlo, me genera sentimientos muy contradictorios. No era un chico guapo, pero tenía muchísima sensibilidad y sentimientos. Todo el mundo lo tenía claro, así que el día que nos notificaron que había muerto, fue como si nos pegaran un bofetón en la cara, con la mano abierta.
J era amigo de todos, no había distinción. No era una persona popular en el instituto, pero sí muy querido. Era divertido, de sonrisa contagiosa. Le gustaba la música y la informática. Era serio, a veces reservado. Se podría decir que, en algunos casos, sufría mucho y se deprimía. Deduzco que era por su físico. Era el típico chico regordete, con granos en la cara y manos algo largas. Sabía utilizar sus encantos, su dulzura, su humor, para acercarse a las chicas. Nosotras estábamos encantadas con él, pero sabíamos que nada pasaría de una relación de amistad.
Recuerdo que tuvo una novia, la cosa no acabó de cuajar. No era una chica fea. La vi por última vez, en el tanatorio. Llegaba corriendo, muy nerviosa. Su entrada fue el centro de atención y todos queríamos ver cómo reaccionaba. Ese momento morboso que tenemos. Que es sumamente asqueroso pero inevitable.
A veces veo a su hermano, es muy parecido a él. Me dan ganas de correr a abrazarlo. Pero es un acto poco usual, seguramente se asustaría, y si explico el motivo, se entristecería. Mucho más que la tristeza que desprende su aura natural. J también tenía un aura triste. Y misteriosa. A veces, pensaba en que podía ser un depredador sexual. Tenía la sensación de que constantemente se estaba masturbando. Eso no me gustaba.
Fue alguien muy valiente que consiguió dejar su monótona vida, para viajar a las islas y dedicarse a aquello que realmente le gustaba: el submarinismo. Antes de irse, tuvo el detalle de despedirse de todas las personas que conocía y explicar que se iba. Entre ellas yo. Fue una conversación breve, un adiós. Preludio de lo que iba a venir. Murió, según cuentan, por las heridas producidas por la hélice de la lancha, al tirarse al agua.
Desde que se fue, me siento sola, huérfana de esa amistad, y enfadada pensando en todo lo que pude compartir, pero no hice. Una noche, logré contactar con él en sueños. Le pregunté que donde estaba, y me dijo que no me preocupara, porque él siempre estaba a mi lado. Agradezco sus palabras, porque a partir de ese día, pude descansar.
Han pasado más de 15 años desde que se fue.
Está muy bien.
John Peyton John ya no era más. Su cuerpo yacía inerte junto a la chimenea en su cabaña de Baton Rouge, Luisiana. Sus pantalones de gabardina estaban mojados y en el piso, cerca del cuerpo, podíamos observar algunos objetos desordenados: Una pequeña mesa caída, un vaso de whisky derramado y un espejo roto.
Unos momentos antes John había recibido un llamado de Peter Farrelly, antiguo compañero de la escuela de artes. Peter lo había ubicado a través de una conocida en común. Hacía mucho que no sabían uno del otro. La conversación había dejado inquieto a John quien, unos instantes después, fue a servirse un vaso de whisky para a continuación caer desplomado al piso. Su corazón se iría apagando de a poco cual reloj que se queda sin cuerda.
Marianne estaba preparando sopa de cebollas en la cocina y creyó escuchar un sonido en la sala, pero continuó condimentando el potaje para pocos segundos después ir a verificar de cualquier modo.
Marianne y John se habían conocido hace 40 años cuando estudiaban artes dramáticas en New York. Se habían casado poco tiempo después en lo que muchas personas calificaron como “de apuro”, aunque nunca tuvieron hijos (resultado probable de ese tipo de casamientos en ese entonces). Libres estaban en ese entonces de la carga del peso de las promesas rotas o del mamotreto de los años desperdiciados. Una ingenua ilusión y un casual alivio parecían haber secuestrado a su razón. La rutina y la fuerza de la costumbre habían transformado el amor que sentían el uno al otro en un desprecio escondido bajo gruesas capas de conformismo, que de algún modo provocaba que siguieran juntos (Cosa rara el ser humano).
Peter tenía la mirada vidriosa y aún sostenía el teléfono junto a su oreja aunque el tuu, tuu, tuu constante, despiadado de la comunicación interrumpida parecía resonar en la eternidad. Así permaneció congelado unos instantes. Él y John habían sido pareja brevemente en los tiempos en que estudiaban artes. John lo abandonó despiadadamente poco tiempo después de que conociera a Marianne. En realidad John había escapado de Peter a través de Marianne y para Peter fue muy difícil aceptarlo. De hecho, muchos años después, en este nublado lunes, Peter contactó a John para decirle que él fue el amor de su vida.
Con manos temblorosas John colgó el teléfono y fue en búsqueda de sosiego a la pequeña mesa donde estaba su quitapenas. Se sirvió dos medidas y precipitó el dorado líquido por su garganta. Un ligero sabor amargo al que no estaba habituado llamó su atención y, mientras contemplaba el vaso como si este pudiera darle una respuesta, cayó al piso golpeando con su cabeza la mesita. Antes de morir alcanzó a exclamar el nombre de Marianne en un susurro.
Pocos momentos después Marianne entró a la sala y, mirando el cuerpo con desdén, volvió a la cocina a continuar con su sopa.
Peter, colgando el teléfono, comprendió en su corazón lo que es la soledad.
La madera cruje al paso de mi silla de ruedas rompiendo la profunda quietud que reina en la casa que un día compartimos. Todo permanece en el mismo lugar, callado, sin vida. De inmediato, la nostalgia que creía enterrada me asalta con recuerdos inundados de lágrimas, y escucho el eco de tu cálida voz que me llama y tus alocadas risas, llenas de vida, resuenan por los rincones mezcladas con el murmullo del viento que entra por la ventana. Creo despertar por fin de este maldito sueño y, seguro de encontrarte allí, avanzo deprisa hasta la habitación donde solo está tu ausencia implacable que me rompe por dentro. Tu ropa sigue colgada junto a la mía, la acaricio y te recuerdo vestida con ella, y te invento desnuda, aspiro tu esencia que aún conserva y me embriago del aroma de tu piel que no he conseguido olvidar. Sobre la mesilla reposa la novela que leías y junto a ella, la foto en la que beso tu incipiente barriga. La contemplo atormentado. Si pudiera volver atrás… Me lamento, me culpo, me odio. «Ve más despacio» ¿Por qué no te hice caso? Dibujo con el dedo nuestra silueta marcada en el mullido sofá gris, donde tantas horas pasamos juntos, disfrutándonos, planeando nuestra dorada juventud, merecedora de mejor estrella, truncada en un segundo. Nada parece haber cambiado desde entonces, salvo la pátina del tiempo que envuelve con su velo ensombrecido mis ansias de vanidad y mis egos infundados, y la imagen del espejo que refleja mi semblante apagado y marchito y mi pelo más blanco. Será que me alié con el silencio cuando mis piernas no respondieron y vivo mi prematuro ocaso aferrado a tu último momento. Fue allí mismo, en el lugar que brindó por nuestro amor, sin advertirme del amargo secreto que escondía el crepúsculo aquella tarde de invierno, cuando las biznagas olvidaron su esplendor y en el asfalto mojado se apagó tu corazón junto a los restos de mi moto.
Carlos Julio salió esa mañana como todas las mañanas, apurado, nunca entendió por qué por más temprano que se levantara y cronometrara todas y cada una de sus actividades, siempre se le hacía tarde. Esa mañana en particular no había alcanzado a desayunar porqué miró el reloj y se acordó de la reunión a primera hora, con un potencial cliente quien quería restaurar una vieja casona en Teusaquillo y transformarla en un hotel boutique de esos de moda. No se alcanzó a despedir de Nando quien a esa hora todavía dormía pues se había acostado tarde terminando el reporte a entregar al Doctor Perilla esa tarde a las 4.
Carlos Julio bajó las escaleras del edificio corriendo, intentó coger un taxi en la calle, pero a esa hora de la mañana cuando todo el mundo salía para el trabajo, conseguir uno libre era una tarea titánica, así que decidió cruzar la avenida para tomar un bus que lo acercara a la oficina, del afán Carlos Julio no se fijó que por alguna nueva disposición de la alcaldía, algunos carriles habían cambiado la orientación de los carros, con tan mala suerte que un carro igual de afanado que él no alcanzó a frenar a tiempo y lo golpeó con tanta fuerza que la muerte de Carlos Julio fue casi que instantánea.
A esa misma hora, algo inexplicable despertó a Nando de su sueño profundo, unas nauseas se apoderaron de él desde el momento que recibió la llamada de la policía para reconocer el cadáver de Carlos Julio. Todo pasó tan rápido, el papeleo, el velorio, la cremación, el viaje a Riohacha y las cenizas en el muelle de la primera. Carlos y Nando se conocían de toda la vida, aunque Carlos fuera mayor que él unos dos o tres años, estudiaron en el mismo colegio, pero nunca fueron amigos hasta la universidad en Bogotá, donde se rencontraron y la soledad de la gran ciudad los hizo acercarse, compartieron apartamento y ahí fue cuando se enamoraron, nunca más se separaron, afrontaron su amor con valentía y se enfrentaron a sus familias quienes les dieron la espalda, pero es que siempre muy duro salir del closet en una sociedad tan machista como la de la costa.
Después de 15 días de velocidad de formula 1, al abrir la puerta del apartamento que compartía con Carlos, de pronto el mundo se detuvo, sin pensarlo, se sopetón, fue tan fuerte el freno que Nando tuvo que aferrarse a una de las paredes para no caerse, el silencio ensordecedor se hizo insoportable con las horas y unas nauseas locas le hicieron pasar la noche abrazado a la taza del inodoro, la mañana siguiente, su cuerpo débil no pudo pararse del piso del baño donde permaneció hasta el siguiente día, sintiendo que se lo llevaba el mundo. En un momento de no muy clara conciencia, Nando sintió que alguién lo levantaba del piso y lo llevaba a la cama, lo alimentaba y lo cuidaba con amor, cuando volvió en sí había pasado casi una semana y sintió que el mundo volvía a moverse, nunca pudo explicarse como sobrevivió, pero en su corazón lo entendió como un mensaje de Carlos Julio para que continuara sin el fisicamente aunque muy probablemente siempre iba a estar ahí en algún lugar.
“Maldición. Creía que sería más increíble tener el mundo entero a mis pies”. Nadie se imagina la estridente sensación de ser el único ser humano viviente en la faz de la tierra. Ni si quiera poseer el consuelo de un ente artificial humanizado. Tan si quiera una Siri o una Cortana. Nada. El instinto de supervivencia a veces es un lastre más que una ayuda. Ni tan si quiera Collins a lo alto del Empire State Building. La ausencia de vértigo vital ante una caída de 381 metros por un paso en falso le pronunció esas palabras.
En el antiguo mundo era conocido como Colls, y le gustaban las máquinas. No había estudiado ingeniería. Aún sin el título era muy habilidoso entendiendo el ‘por qué’ y ‘cómo’ de las máquinas. El único engranaje del mecanismo de supervivencia que aún daba vida a su motor existencial fue su pasión por crear vida artificial, la cual siempre considero como a un igual. Casi a veces podía ser llamado amigo.
Al final Collins se equivocaba, y sí tenía el mundo a sus pies. Ser el único hombre del mundo implica que tienes acceso libre a toda la avanzada tecnología del Gobierno que sabías que el mero conocimiento de su existencia implicaba el final de la tuya. El único problema es que las creaciones humanas pierden el sentido si no hay alguien que las valore.
Collins creó su obra de doble sentido. Tanto maestra como final. Su amigo, su último amigo. La llamó Susan. Susan es el resultado de la combinación entre la alta tecnología secreta del gobierno federal de los Estados Unidos de América y el conocimiento en ingeniería aplicada de Colls.
Susan y Collins visitaban a menudo el Empire State Building. Collins siempre pensó que los sitios de gran altura tienen un aura de romanticismo. Allí le dijo a Susan que gracias a ella casi había olvidado la soledad, y le pidió que se casara con él. Susan, por supuesto, dijo que sí. Entonces él se lo dio en la mano, más pesado de lo que pudiese imaginar la prometida. Una pistola, de calibre 9. Emocionada, Susan le apuntó a su futuro marido a la cabeza, a tan solo un paso horizontal que restaba a 1250 pasos verticales. Collins cuando programó la situación de pedida donde debía poner “anillo” escribió “pistola”. Antes de disparar Susan dijo “Collins, soy tan feliz…” de una forma que una lágrima la hubiese transformado en una humana de verdad, como esa historia de Disney, sobre Pinocho o Pinochet. Colls no se acordaba de cuál era el nombre.
Lo último que recordó Collins, antes de que el asfalto le reventase el cráneo, fue a “su Susan” en el instituto, cuando le hizo perder la cabeza por amor. Mientras que la última imagen de la vida de Collins fue de Susan, volándole la tapa de los sesos. Reflexionó sobre cuál se las dos le había hecho sentir más solo durante su última inspiración.
En el último tiempo no quería salir de su habitación, el pánico por lo que había afuera de la casa la paralizó. Ni siquiera su familia, que vivía en su misma casa, tenia permiso de entrar en la habitación, solo la hija, quien se encargaba de llevarle las comidas diarias.
No quería levantarse, no quería ni siquiera bañarse, la soledad era lo único que la cobijaba y la televisión se convirtió en su mejor compañía.
Hasta que un día tuvo que salir, porque ese turno médico venía esperando hace tiempo y ya no podía esperar más. Fue entonces que no tuvo opción y cruzó, de la mano de su hijo el umbral que separaba la casa del mundo exterior, mientras nos quedábamos adentro sin saber cual sería su destino.
Cuando volvió, nos contó al borde de las lágrimas que debía internarse y era lo último que deseaba hacer, se negaba rotundamente, pero nosotros, su familia, insistimos en que lo hiciera, porque pensábamos que era por su bien.
Así la soledad pasó de ser su mejor compañía, a ser su mejor amiga, en una sala de hospital, donde no podía estar acompañada. Pasó sus últimos días en esa habitación, el único contacto que tenía con su familia era a través del celular, pero poco después tuvieron que intubarla y perdió todo tipo de control de la situación.
Nadie pensó que ese mensaje de aquel día sería el último que ella respondería, pero así lo fue. Unos cuantos días con ese tubo adentro, con esos cables, enfermeras y médicos entrando y saliendo. Hasta que su corazón no lo soportó más y decidió dejar de latir.