Una forma de imaginar lugares inexistentes es fusionar varios sitios conocidos para crear uno inventado.
.. © De El libro de mi creatividad literaria. Ediciones Obelisco .
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El parque Euclidia era conocido por ser un remanso de paz y tranquilidad donde ir a jugar al aire libre, leer un libro o ir simplemente a pasar la tarde. Estaba repleto de árboles y pequeños animales como ardillas, gorriones, petirrojos o lagartijas. Una enorme fuente central despedía chorros de agua que semejaban danzar al ritmo del viento cuando éste pasaba entre las hojas de los árboles. De la fuente partían cuatro senderos de grava: uno hacia el norte, otro hacia el sur, otro hacia el oeste y otro hacia el este. El que iba hacia el norte acababa desembocando en una planicie helada cubierta de nieve, con árboles desnudos y animales propios del clima. Por el camino del sur la grava iba degenerando en arena, llegando a una playa de arena blanca donde el mar dejaba conchas de todas las formas y colores, incluyendo caracolas en las cuales podía haber algún que otro cangrejo ermitaño. El camino que conducía hacia el oeste iba bajo una arboleda por la que apenas se veía el cielo y los rayos del sol penetraban tímidamente alumbrando estratégicamente bancos pintados de blanco con posabrazos y patas negras cuidadosamente ornamentadas al estilo barroco. El camino del este era la entrada principal al parque Euclidia. A ambos lados del camino había plantadas múltiples flores: rosas, margaritas, amapolas, tulipanes, lavandas, hortensias, etc. y los árboles tenían las copas de tonos naranjas, rojos y amarillos. El parque era el símbolo de la ciudad donde estaba y era la representación perfecta de las cuatro estaciones. Su constructor se había inspirado en el concierto de “Las cuatro estaciones” de Vivaldi y en cada camino, gracias a unos altavoces hábilmente escondidos, se podía escuchar cada uno de los respectivos conciertos. Sin duda alguna, el parque Euclidia era la representación perfecta de que el hombre podía manejar a su antojo las estaciones.
El palacio no era tan bonito como los jardines. Es que los jardines eran diferentes a todo: con estanques, jardines franceses recortados, bosques, paseos, fuentes… Parecía un mundo dentro del mundo. O igual era el mundo de verdad. De pequeña disfrutaba mucho perdiéndome por los jardines, perdiéndome en el laberinto y jugando con el agua, pero cuando fui creciendo descubrí la salida a la playa de donde mi padre traía pulpos y sargos. Quedaba al final del bosque que más tarde habría que cortar por culpa de la Procesionaria. En la playa pasaba mil días tomando el sol y leyendo. Si hubiera tenido solo la playa a mi disposición creo que me hubiera muerto de asco porque un lugar bonito no necesariamente es divertido. Pero el palacio quedaba lejos y cuando se hacía el recorrido, había que quedarse a pasar la noche en la cabaña metálica, una especie de refugio con cocina y cama que mi padre había preparado para jugar a ser Robinson Crusoe. Allí no había luz eléctrica ni agua corriente aunque sí la traída de agua de una fuente. Te acostumbrabas a vivir con lo básico, pero sin nadie que cocinara y arreglara todo, enseguida se convertía en un chamizo infecto. Por la noche el frío era intenso. Entraba la humedad hasta los huesos y solo se podía soportar cerca de una hoguera y con chaquetas de invierno. Tras varios días allí, todo olía a campamento y empezaba a tener los pelos greñudos y el ánimo turbio a pesar de aquella maravillosa vista: el islote a la derecha de la costa y enfrente el faro donde se unían mar y océano. Devoraba libros, pero de repente necesitaba socializar y así, sin pensarlo, volvía despacio por el camino del bosque pensando en amores platónicos que iban y venían. Pasaba delante del campo de fútbol que mi padre había hecho construir para mi hermano y con eso ya me parecía que estaba más cerca de la civilización, seguía por un caminito estrecho y casi por encanto y milagrosamente volvían a aparecer los jardines de mi infancia y tras hora y pico de caminata podía volver a mi casa o mi palacio o como quiera que se llame el lugar donde uno vive y echaba a lavar la ropa oliendo a humo y me traían ropa planchada y limpia mientras me relajaba en un baño de sales y espuma y escuchaba música.
Mamá y papá nunca me echaban en cara mis escapadas. En el fondo siempre sospeché que alguien estaba muy cerca vigilando que no me pasara nada, pero nunca tuve esa confirmación. Quizás porque jamás me hizo falta.