En esta ocasión debéis redactar en no más de 2.500 caracteres el mismo relato de la Propuesta 146 pero en esta ocasión contada por un trabajador de mantenimiento del centro escolar.
Si necesitáis recordar cómo puede ser el punto de vista del narrador, podéis leer este artículo: . .. Recordad que para contar los caracteres de un texto, podéis usar el menú Herramientas de Word o cualquier contador de caracteres en línea como estos:
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Pues mire señor, la verdad es que ya no sé cuántos años llevo en este colegio. Vine de jovencita a ver a la madre Flores y le pedí empleo. Yo no tenía formación, pero sí muchas ganas de trabajar y me ofrecieron un puesto de limpieza y en las cocinas. Ahora recojo los comedores y la verdad es que es más entretenido que fregar. Los niños siempre me han gustado y estas niñas, aunque a veces son un poco señoritingas, hay que reconocer que son educadas y les coges cariño.
Pero también son un poquito puercas, no vamos a engañar. A veces hay comida escondida debajo de las mesas, se ve que no saben lo que cuesta ganar el dinero para comer. Y eso que las monjas insisten en la pobreza y hasta las hacen ayunar el día del ayuno voluntario y les dan de comer solo una tortilla francesa. Claro que luego llegarán a su casa y tomarán chocolatinas, pero algo siempre queda, que ya lo dice la madre Flores.
Yo vengo de una familia muy pobre. Éramos muchos hermanos y a veces la comida escaseaba. Un poco de caldo, un trozo de grasa de cerdo y una patata. La leche no podíamos tomar la porque era para vender. La verdad es que no supe lo que era comer tres veces al día hasta que llegué al colegio.
Y eso es muy duro ¡vaya si lo es! Pero gracias a Dios ahora estoy muy bien en este colegio de señoritas finas. Las pequeñas a veces son un poco desesperantes porque hay que darles de comer. La monja insiste en que coman solas, pero a mí me dan pena porque hay niñas muy pequeñas que se eternizan con cada bocado. ¡Ay, mi madre! ¡Cuánto vicio! Pero a las pequeñas les consientes todo. Para mí son como hijas, como las hijas que no he tenido.
Mi nombre es Manolo y soy el ayudante del bedel de un colegio de mala muerte. Mi tarea principal es encargarme de la sustitución de las bombillas, hacer fotocopias y purgar los radiadores en invierno. Soy un poco el manitas de este sitio. Esta vez, me han pedido que vaya a revisar los tubos fluorescentes del comedor. ¡Vaya fastidio! Es un viernes por la tarde y, para ser sinceros, es lo que menos me apetece en estos momentos, pero algo tengo que hacer. Me dirijo al comedor. Al fondo del pasillo está la señora de la limpieza hablando con Rosi, la pedante cocinera que es amable con todo el mundo. Desde pequeño no he aguantado a la gente bonachona, siempre he sido más bien un tipo huraño y mi trabajo estaría mejor si no hubiera niños de por medio. Es duro decirlo, pero es la verdad. Esos pequeños mequetrefes… Entro en el comedor y enciendo las luces. Dos de los tubos están fundidos y uno parpadea tanto que esto parece una discoteca. Cojo unas escaleras y los tubos de repuesto y empiezo a cambiarlos. Todo mi trabajo me recuerda a mi padre, que era electricista, y cuando era pequeño a veces me llevaba con él para que viese cómo arreglaba los circuitos y cambiaba las bombillas, todo para enseñarme y, como solía decir él: “Para que así el día de mañana seas un hombre de provecho”. Lo echo tantísimo de menos… Murió cuando yo solamente tenía quince años. Puede que por fuera aparente ser un gruñón, pero hay un niño en mi interior.
Colorandia
En Colorandia, pequeña Ciudad del País más emotivo y sentimental del mundo, Irradia tenía una particularidad muy interesante, en la que sus habitantes no podían ser más transparentes en su sentir y actuar, dado que se manifestaba su humor en la tonalidad de su piel, tenías que ser tonto o haber nacido en otro país para no darte cuenta del sentir de cada una de las personas que habitaban Colorandia.
Con más de 200 sentimientos en la lista de emociones y sentimientos, había una gran variedad de tonos de personas, claro de aquellos que se dejaban ver en tu totalidad, otros simulaban ser de diferente color, ya saben por aquello de aparentar lo que no somos, o porque a veces solo nos gusta fingir otro color que nos gusta más. O porque creemos que el verde combina más con el naranja, o porque la rosa le hace juego el rojo, o bajamos el tomo de nuestro color dependiendo en la circunstancia en que nos encontramos.
En este pequeño pueblo de apenas 347 habitantes vivía Turquesa, una pequeña niña que casi todo el tiempo el color de su piel era turquesa, cuando se sentía triste su piel tornaba a un azul pálido casi blanco, cuando rebosaba de felicidad su piel brillaba y a través de su original tonos turquesa fuerte, resaltaban pequeños tonos dorados que hacían más su fascinante color, a ella a turquesa, le encantaba repartir el tono de su piel entre los habitantes del pueblo, Un pueblo lleno de variados matices que le daba la naturaleza, desde diferentes tonos de verdes montañas, hasta todos los colores de amarillo, rojo y naranja que cubrían las hojas a los árboles en temporada de otoño.
A turquesa le gustaba hacer bollos de los colores de amor, amistad, agradecimiento y admiración en temporadas de otoño e invierno, y cuando era el verano, repartía pequeñas paletas de hielo también de diferentes colores, como el color de la empatía, del entusiasmo, de la euforia y del encanto. Cuando era primavera con solo tocar las flores estas cambiaban del color que quería regalar turquesa, era uno de sus dones favoritos, poner colores que ella sentía que las personas necesitaban y las entregaba a las personas blancas, negras y grises, en su mayoría, era para ella todo un reto descubrir quien no resplandecía de color alegres, emotivas y que no irradiaban felicidad. Su técnica era ocultarse en las esquinas para observar aquellas personas que se ponían toda clase de camuflaje para pasar desapercibidas.
Turquesa, se pegaba a las paredes, sobre todo a las de su color para que no advirtieran su presencia, y esperaba pacientemente observando a los que transitaban por las pequeñas y angostas callejuelas, tranquila, se decía a sí misma, hay que buscar a quien hacer feliz y después salirle al camino como por casualidad, a veces un solo gesto de atención empezaba a cambiar el tomo de piel de quien había sido interceptado por turquesa, como aquel día en que Mr. Griss paso por donde se escondía turquesa, ella lo vio venir a lo lejos y a pesar que se había puesto unos gruesos pantalones azules, un saco rojo y un sombrero negro, por la cara le salían los reflejos grises, traía además unos guantes azules y unos gruesos lentes de carey en tono café, unas abundantes barbas pintadas de negro para evitar que saliera su humeante tono gris, en lo primero que se fijó turquesa fue en su andar, si, arrastraba un poco los pies, como si cargase pesas en sus flacos chamorros, era alto Mr. Griss, como de 1.70, el saco rojo le llegaba a la rodilla y traía la mano izquierda metida en el saco y la derecha enguantada juntándose el cuello del saco de ambos lados, para evitar cualquier salpicón de color, pero no contaba con la astucia de turquesa, que, como era su técnica, le salió al paso, y radiante lo saludo:
– Hola Mr. Griss, que tal su paseo
– El no contesto, simplemente la ignoro
– Mr. Griss, a donde vamos, porque estoy dispuesta a acompañarlo, hoy lo he decidido, me hace falta su compañía.
– Turquesa más pequeña que él, de 1,50 de estatura, trato de tomarle la mano que traía en la bolsa del saco.
– Mr. Griss se resistió, se percibía rígido, como a la defensiva